“Historias de los monjes de Siria” — TEODORETO DE CIRO

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“Historias de los monjes de Siria”

 

  • Edit. Trotta. Madrid 2008.
  • Introducción, traducción y notas de Ramón Teja.

 

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Y así le respondió: según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir siempre velar; y siendo así, bien se puede apear con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. (DQ I, 2)

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El trabajo de R. Teja estupendo, como siempre. Una breve introducción donde se nos da cuenta del autor, de la obra y del contexto histórico para que no nos perdamos detalle. Menos de veinte páginas pero muy bien aprovechadas que, al no ser un libro de estudio sirve de mínima presentación para que podamos disfrutar de la lectura de un texto que a pesar de tener ya sus casi mil seiscientos años, no presenta ningún problema de comprensión, muy bien escrito, ameno, con una delicada retórica de la época, elegantes y evocadoras metáforas, que no se pierde demasiado en dibujos y que va al grano porque, según dice el autor en alguna ocasión, no quiere cansar al lector, y no, no lo hace.

Por si durante la lectura todavía nos entra alguna duda o el profesor Teja considera que es necesario un plus de información extra para una adecuada contextualización histórica o aclaración de algún concepto o idea arcaicos, incorpora un aparato crítico muy básico pero muy didáctico. Las “notas a pie de página”, desnaturalizando su nombre, van al final de cada capítulo, lo que hace algo engorrosa la lectura porque son notas que es conveniente no pasar por alto, así que hay que estar, con relativa frecuencia, repasando hojas de adelante atrás y viceversa. Lo único malo que tiene el libro.

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TEODORETO DE CIRO

Antes de ser designado obispo de Ciro, Teodoreto había sido monje y parece que durante su episcopado continuó fiel al espíritu de austeridad de sus primeros años. Sentía cierta simpatía por los monjes cuya vida nos va a contar aunque no aprobaba del todo las extremadas penitencias a las que se sometían.

Durante la confrontación de los obispos Cirilo y Nestorio, en el concilio de Éfeso del 431, Teodoreto se mantuvo en el bando de Nestorio. Los más y los menos se extendieron hasta el concilio de Calcedonia del 451 en el que se rompió ‒otra vez‒ la cristiandad y Teodoreto quedó en esta ocasión del lado de la ortodoxia. Su obra, sin embargo, siempre fue vista con cierto recelo y en el concilio del 553, ya bien muerto y enterrado ‒los guardianes de la auténtica ortodoxia no dejan de vigilar, por nuestro bien siempre‒, en tiempos del emperador Justiniano, se le condenó definitivamente. Ello implicaba que su obra debía ser destruida. A causa de ello muchos de sus trabajos se han perdido aunque también, por suerte, fueron muchos los que se salvaron. Entre ellos la divertida e interesante Historia de los monjes de Siria, título dado por el editor Teja, pues antes parece que los títulos de las obras preocuparan menos que ahora y al autor le daba lo mismo que lo llamaran novela o nivola.

Ruego, por tanto, a los lectores de esta Historia Filotea o Vida ascética ‒que cada uno denomine la obra como le plazca‒…

Más que el título lo que le interesaba a Teodoreto es que quedara bien claro que todo lo que contaba era la puritita verdad. Constantemente llama la atención sobre la fiabilidad de sus fuentes, y muchas veces da su propio testimonio, pues a muchos de los atletas de la virtud que nos va a presentar los conoció personalmente.

Yo he visto con mis propios ojos algunas de las cosas que voy a narrar. Lo que no he visto, lo he escuchado de aquellos que conocieron a estos hombres y que, como amantes que eran de la virtud, habían merecido verles y recibir sus enseñanzas.

Y no está demás hacer hincapié en este detalle, porque lo que nos va a contar nos va a parecer increíble.

La existencia del propio Teodoreto fue regalo de uno de estos hombre excepcionales, Macedonio, que consiguió, por su intercesión, que su madre pudiera concebir después de un largo periodo de esterilidad. Y ante cosas así pues a los padres no les queda más remedio, como ya pasó, por ejemplo, con el profeta Samuel, que consagrar a su hijo a Dios. Su nombre también tiene que ver con este milagro: «don de Dios» u «ofrecido a Dios». Hay quien nace ya con el futuro resuelto.

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Apunta Teja que la razón de ser del libro podría encuadrarse en el conflicto entre Nestorio y Cirilo insinuando que aquellos importantes y famosos personajes de los que va a hablar estaban de su parte. También es un intento por justificar a estos monjes ante las críticas de los paganos que los tachaban de pirados y de exhibicionistas. Habría que añadir, como motivación más inmediata, mantener vivo el recuerdo de estos hombres y mujeres excepcionales y, además, ofrecer a las generaciones venideras unos modelos para sus propias vidas.

Yo, sin embargo, narro una vida que es modelo de filosofía y que rivaliza con la forma de vivir en los cielos.

¡Líbreme Dios de los cielos en los que la forma de vivir sea la de estos personajes! Como no haya otra mejor, vamos apañados.

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EL MARCO GEOGRÁFICO

Ciro, ciudad de la que era obispo Teodoreto estaba a unos veinte kilómetros al norte de la actual Alepo y los monjes de los que nos habla se dispersaban por todo aquel entorno, desde Antioquía hasta Edesa más o menos, básicamente lo que constituía su diócesis y que estaban, por tanto, bajo su jurisdicción episcopal. El periodo que abarca va desde la primera mitad del siglo IV hasta el año en que se escribe la obra, el 444. Según el cómputo de Teja, Teodoreto nos habla de unos setenta monjes, la mayoría hombres y también algunas mujeres, en treinta capítulos. Todos ortodoxos, claro. También había por allí otros, los messalianos, que haciendo las mismas penitencias sin embargo erraban un tanto en algunas cuestiones doctrinales, como la idea de la autoridad episcopal, la naturaleza de la segunda persona de la Trinidad o la fecha de la pascua. Estos no merecen la atención, sino el reproche, del obispo de Ciro.

Siria es una zona que no ha conocido la paz desde tiempos inmemoriales. Fue, y parece que, de alguna manera, sigue siéndolo, territorio fronterizo entre oriente y occidente, siempre zona de fricción, Roma y Persia, bizantinos y musulmanes, cruzados, turcos, potencias coloniales occidentales, y ahora, pues qué voy a decir, una tragedia que parece no importar mucho a los dirigentes que la contemplan desde sus confortables poltronas.

Parece que hablar de Siria es hablar del Islam, y no siempre ha sido así. Siria fue, durante siglos, territorio cristiano, y mucho. Si ahora abundan por allí fanáticos musulmanes, hubo un tiempo en el que no faltaban fanáticos cristianos. Estos de los que Teodoreto nos habla, sin embargo, no son de esos fanáticos peligrosos y dañinos para el prójimo y la sociedad, como son ahora los del siniestro Estado Islámico, solo para sí mismos.

LAS OLIMPIADAS DE LA VIRTUD.

Teodoreto presenta a sus protagonistas como auténticos héroes. Unos especiales combatientes del mundo espiritual enfrentados en singular batalla contra ejércitos de demonios que quieren apoderarse de nuestras almas, que ya es capricho. Varones y mujeres.

Después de narrar la vida de estos hombres tan valerosos, creo que es útil mencionar también a mujeres que han combatido no menos que ellos y quizá, incluso, con mayor entrega.

La estrategia utilizada para combatir al maligno es cerrar la puerta de los sentidos, camino por el que el enemigo se infiltra para la conquista del cuerpo y después del alma. Parece que los demonios aprovechan la especial vulnerabilidad en la que nos encontramos en ese momento de enajenación cuando se apodera de nosotros un estímulo placentero. Es ese instante en el que decimos ¡ay, qué bonito!, ¡qué placer!, ¡qué delicia!, cuando bajamos la guardia y ¡zas!, se cuela dentro el infame enemigo. Para evitar el peligro ya se sabe que hay que evitar la tentación y, para ello, huir de cualquier cosa que sea un gusto para el cuerpo. Así el enemigo no tendrá más remedio que plantar batalla dando la cara, y nos pillará con toda nuestra capacidad defensiva en buenas condiciones, listos para el combate, así vinieran todos los satanases del infierno.

Y no vale solo con evitar lo que da placer, la belleza, lo sabroso, lo agradable, sino que hay que ir más allá, buscar lo que produce desagrado, dolor, incomodidad, ir contra las inclinaciones naturales del cuerpo que no es más que un aliado del demonio en estas guerras. Porque el enemigo contra el que hay que luchar lo llevamos dentro.

Entregándose de forma constante a la plegaria y al canto de los salmos, doblegaba la concupiscencia, la ira, el orgullo y las demás bestias salvajes del alma.

Y es que se trataba de una guerra total aunque, como pasa con esas gafas de realidad virtual, solo vieran ellos el conflicto, porque la gente de alrededor vivía una vida normal y no se enteraba de la crueldad de aquel enfrentamiento si no era viendo a los que parecían competir ellos solos contra enemigos invisibles.

Y las batallas eran tremendas. Duraban toda una vida, treinta, cuarenta, sesenta años sin la más mínima tregua. Hubo quien vivió casi cien años habiendo comido la mayoría de ellos nada más que pan y sal, ¡y luego dicen que la sal es mala!

¡QUE SE JODA EL CAPITÁN, QUE HOY NO COMO!

No han conocido lo que es reír y han pasado su vida entre llantos y lágrimas.

Así entendían su fe aquellos cristianos ortodoxos. Las estrategias empleadas para salvar su cuerpo y su alma eran de lo más pintorescas, y ninguna divertida.

Presenta Teodoreto cuatro tipos principales:

Los hypetras, que vivían a la intemperie, sin cobijo de ninguna clase, congelándose en invierno y achicharrándose en verano. Alguno había que, para hacer más eficaz su disciplina se colocaba al sol en los momentos más tórridos y a la sombra cuando más frío hacía. Si yo fuera demonio desde luego que no me acercaba. ¡Y aguantaban años y años!

En el lado opuesto estaban los reclusos, encerrados en pozos o habitáculos pequeños sin puertas ni ventanas, con algún agujero por donde se les hacía llegar un frugalísimo alimento muy de vez en cuando. Los había imaginativos que lograban hacer compatibles estas dos modalidades encerrándose en cajas, cubas o cilindros hechos de madera, más pequeños que su propio cuerpo, y que colgaban de un árbol o cualquier otro sitio. Así lograban estar a la vez encerrados y a la intemperie.

Los estacionarios: Muchos hypetras, también reclusos cuando su espacio lo permitía, compaginaban su penitencia añadiendo una peculiar variante que consistía en estar de pie, sin moverse, durante días y días en inmovilidad absoluta. Parece sencillo, porque en realidad se trata de no hacer nada, pero a ver quién es el guapo que está así ni media hora siquiera.

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Los estilitas. La disciplina anterior la elevó a las sublimes alturas del arte el famoso Simeón, al que después siguieron muchos imitadores. Se colocó en una plataforma situada en lo alto de una columna de hasta 16 metros de alta según Teodoreto, y allí vivió hasta los setenta años, a veces de pie, a veces de rodillas. Por si fuera poco de vez en cuando se pasaba las noches en vela no solo de pie, sino, además, con los brazos levantados toda la noche. ¿Disfrutaría su Dios con aquel espectáculo? Después de su muerte se construyó en aquel lugar un monasterio cuyas ruinas se conservan, así como una parte de la columna si es que la bestia apocalíptica del Estado Islámico no ha acabado con todo. Qal’at Sim’a, muy cerquita de Alepo, o Berea, como se llamaba antes. Buñuel tiene una excelente película sobre este personaje, llena alegorías, de ácida crítica y fina ironía, con un espléndido y perturbador final.

Por supuesto que había más. Sobre estas bases cada asceta iba añadiendo lo que su propia fantasía le sugería. Los ayunos eran algo fundamental, de un rigor que nos hubiera matado a muchos. Simeón llegó a estar varias veces hasta cuarenta días sin comer. Muchos solo comían cada dos días, otros solo una vez a la semana, ¡y nada de manjares sabrosos!, hierbas silvestres, harina o legumbres remojadas, sin cocer, y si estaban medio podridas y mohosas, mejor. En los veinte días que duró el viaje de peregrinación a Jerusalén, Marana y Cira no comieron ni un bocado. Parece que no les fue mal, porque a la vuelta repitieron menú.

Otro capricho muy extendido entre todos ‒y todas‒ era cargarse de cadenas. En vez de bonitos collares de piedras preciosas o de elegantes y suaves cinturones de fina seda, se ataban al cuello y ceñían a la cintura gruesas y pesadas cadenas de hierro. ¡Hasta 80 kilos llevaban encima algunos! Hubo quien, para más diversión, unía la del cuello y la cintura con otra barra de metal de manera que lo obligaba a ir encorvado siempre.

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También era algo común entre todos las extenuantes vigilias, que se pasaban días y días sin dormir, y solo con pensarlo me entra una pesadez de ojos que me caigo.

Los había que no decían “esta boca es mía” en años. Otros predicaban a quienes quisieran oírlos. Por supuesto rezos y plegarias constantes para que su Dios no se olvidara de ellos. Unos atendían a los peregrinos que acudían a verlos y les daban desde consejos y sabias palabras hasta prácticos milagros, pero otros decían que tenían bastante con concentrarse en dominar sus pasiones, que debían ser de padre y muy señor mío, y lo único que querían era que los dejaran en paz.

He subido a esta montaña en beneficio mío y no de ningún otro. Cubierto como estoy de las llagas de múltiples pecados, tengo mucha necesidad de cura. (Jacobo)

Se nos dice que Simeón Estilita tenía gran temor ante la amenaza del infierno, y yo me pregunto ¿qué clase de infierno es el que tanto temía el que se autoinfligía aquellos terribles tormentos? Y también ¿qué clase de cielo era el que continuamente se andaba imaginando? ¿Uno en el que se pudiera comer hasta reventar y dormir como marmotas?

Consumía todo su tiempo en el interior imaginándose continuamente el cielo.

La palabra clave que explica todo esto es “apatheia”, de origen estoico, que en absoluto tiene esa connotación de la castellana “apatía”. Aquella no tiene nada que ver con la desmotivación o el desánimo. Es una actitud activa, consciente, que aspira a un dominio total de las pasiones. Y claro, con aquellas disciplinas las pobres pasiones no podían hacer demasiado. Con todo eso nunca bajaban la guardia, no fuera a ser. Por ejemplo, Simeón el Estilita no consentía que ninguna mujer se le acercara. Y Asterio no quiso ni recibir a su propia hermana.

En la España actual este tipo de batallas no serían posibles, pues una persona que hiciera lo que aquí se nos cuenta sería inmediatamente atendida por los servicios sociales y recluida en una institución adecuada para protegerla de sí misma. Es posible que toda aquella disparatada disciplina escondiera detrás una gran debilidad o quizá una gran soberbia, o vete tú a saber si un gran miedo. Sería interesante un trabajo sobre ellos desde la psicología. Seguro que habrá algo por ahí.

No pocas veces Teodoreto tiene que salir en defensa de estos “atletas” pues había gente que los acusaba de exhibicionismo, orgullo, ostentación y soberbia, que no me parecen acusaciones muy fuera de lugar. Defiende la honestidad de mus motivaciones y la legitimidad de su lucha aunque no siempre le parecía bien tanto sacrificio. A Jacobo, por ejemplo, cuando lo veía derretirse al sol intentaba colocarle, sin que él se diera cuenta, alguna pequeña sombra que lo consolara. También intentaba algunas veces persuadir al penitente para que aliviara en algo su disciplina aunque fuera durante un ratito.

Si bien es cierto que la razón principal para estos tremendos tormentos es el control de los sentidos y las pasiones, de algunos pasajes pudiera sacarse la inquietante sensación de que había más cosas.

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Por ejemplo cuando Teodoreto nos habla de algunas comunidades de ascetas, que no todos estaban solos, nos dice que

en esos centros viven hoy más de cuatrocientos ascetas, atletas de la virtud y amantes de la piedad que con sus penitencias compran el cielo.

Quizá aquí al autor se le fue un poco la mano en la retórica, porque ¿qué es eso de que compran el cielo con sus penitencias? ¿Se compra la salvación? ¿Hay que pagar por ella este desorbitado precio? Yo abernuncio, que diría Sancho.

Los primeros pasos en el rigor ascético que dio Simeón Estilita fueron en un cenobio junto con otros penitentes y Teodoreto nos cuenta que

tenía ochenta compañeros de competición y les vencía a todos.

¿Otro desliz retórico, o aquella gente se lo tomaba como si fuera concurso a ver quién hacía el disparate más grande?

¡Y el pobre don Quijote creyéndose que hacía algo en Sierra Morena intentando imitar las penitencias del blando de Amadís de Gaula, alias Beltenebros, en la Peña Pobre!

Hablando de Domnia nos dice que se pasó la vida llorando, y no por ser mujer, que los hombres también eran todos unos llorones.

El origen de estas lágrimas está en su amor ardiente a Dios, que la sumerge en la contemplación divina experimentando el estímulo de los aguijones por abandonar esta vida.

Dan escalofríos. Recuerdo que una de las motivaciones que movieron a Teodoreto a contar estas historias es que nos sirvieran de ejemplo, por si alguien se anima.

De Marana y Cira directamente se nos dice sin tapujos que estaban locas, pero locas de amor.

¡Hasta tal punto el encanto divino las ha sacado fuera de sí y las ha hecho enloquecer de amor por el Esposo!

Podríamos tender un puente imaginario entre el Cantar de los Cantares y Santa Teresa de Jesús haciendo escala en esta entrañable cita.

MILAGROS, MAGIA, AMULETOS

La fama de estos hombres divinos ‒theioi andres‒ fue enorme. A Simeón el Estilita, sin duda el más famoso de todos, iban a verlo desde Persia y Arabia hasta las Hispanias, Bretañas o Galias. La idea de subirse a una columna fue, precisamente, para evitar que lo aplastaran las masas de peregrinos. Y en aquellos tiempos las excursiones no eran como ahora, no se habían inventado todavía los packs completos que incluyeran avión, alojamiento y manutención. Había que echarle valor.

Desde lo algo de sus columnas o desde sus madrigueras, muchos predicaban a las multitudes y hacían toda clase de milagros. Todos los que Teodoreto presenta eran tremendamente celosos de la ortodoxia y hubo quien (Jacobo de Nísibe) no pudo evitar una oleada de placer cuando se enteró del asesinato de Arrio. También Juliano disfrutó lo suyo cuando se enteró de la muerte de su tocayo el emperador apóstata. ¡Ay, si el diablo hubiera aprovechado aquellos momentos de debilidad!

Lo que más seducía a las gentes de entonces eran, sin duda, los poderes taumatúrgicos de estos santos. Porque, por más que se diga, la religiosidad popular está más cerca de la magia que de las doctrinas oficiales, sean cristianas, judías o musulmanas. Ninguna de estas tres poderosas religiones ha logrado eliminar la inclinación a la magia de las gentes sencillas y no tan sencillas. ¿Qué son las reliquias sino amuletos que tienen poder por sí mismos, independientemente de la virtud o bondad del beneficiario?

En estas historias se ve muy bien. La gente intentaba hacerse con objetos que hubieran estado en contacto con el hombre divino. Se llevaban tierra que él hubiera pisado o intentaban hacerse con otra cosa que hubiera estado en contacto físico con él. A veces estos monjes bendecían pequeñas ampollas llenas de aceite que eran muy cotizadas, se compraban y vendían como objetos de gran valor y generaban grandes beneficios.

Había quienes se hacían pequeñas esculturas del asceta y las colocaban en la puerta de sus casas como protección. Les habían prohibido adorar a sus dioses Lares, pero ya se buscaban las mañas para continuar haciéndolo.

El asunto de las reliquias entre los cristianos es digno de estudio, tanto sociológico como psicológico. Las hay a millares, y su principal virtud, por supuesto, se encuentra en sus poderes taumatúrgicos. Lo dicho: amuletos o talismanes, ni más ni menos.

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Cuando uno va de viaje qué menos que traer un recuerdo para la familia. Si uno va a participar en las cruzadas, allá por los siglos XII y XIII, qué mejor recuerdo que una reliquia de Tierra Santa. Y los nativos, pues a sacar tajada, tanto hoy engañando a los turistas como ataño a los peregrinos y cruzados. Se iba a cualquier cementerio se desenterraban unos cuantos huesos y se vendían a buen precio diciendo que eran de tal o cual santo. ¡A saber de quiénes serán los huesos que presiden los altares de las iglesias católicas! Más de uno que ahora ocupa ese privilegiado y sagrado lugar de honor, sería algún sinvergüenza maleante que en su vida pudo soñar que sus restos acabarían siendo venerados por infinidad de devotos.

Cuando el monje fallecía, su cadáver se convertía también en objeto de poder y no era raro que se peleara por sus despojos. Eran fuente de milagros y también de ingresos pues atraían a muchos peregrinos que, claro está, dejaban sus buenos dineros durante la visita.

Ante la noticia [de la aparente muerte del asceta], acudieron también todos los habitantes de la ciudad, civiles y militares, unos con sus armas, otros con lo que podían encontrar que hiciera las veces de armas. Se pusieron en orden de batalla y lanzaban dardos y piedras no para hacer daño, sino sólo para causar miedo. Una vez que echaron a sus vecinos, colocaron sobre una litera al luchador victorioso, sin que él fuese consciente, pues ni siquiera recuperó el sentido cuando los campesinos comenzaron a arrancarle los cabellos e iniciaron la marcha hacia la ciudad.

Está el curioso caso de Salamane que el hombre, queriendo retirarse del mundo para librar su particular batalla contra el maligno, se construyó una caseta pequeña, que dejó sin puertas ni ventanas para que nadie lo distrajera de su tarea. La fama de milagrero que se había ganado era tan grande que la gente empezó a ver al propio monje como un poderoso talismán, y para tenerlo cerca unos de por allí no tuvieron otra ocurrencia que coger al santo y llevárselo con ellos. Cerca su pueblo le construyeron una caseta como la que él tenía y lo encerraron en ella. Pensarían que, a falta de un gigantesco protector como el del Cerro Corcovado en Río de Janeiro, su lugar estaría bien a salvo con aquel hombre santo, aunque no se pudiera ver ni hacerse fotos con él.

Pero no quedó la cosa así, pues los de otro pueblo que también querían aprovechar su poder, ni cortos ni perezosos lo robaron y se lo llevaron consigo. Le construyeron otro chamizo cerca de su localidad y allí lo encerraron. A todo esto el santo varón como si nada, a lo suyo. No dijo ni media, lo que le quisieran hacer. O le daba todo lo mismo o estaba en un grado de concentración que ni los bodhisatvas más conspicuos.

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Reliquia que se venera en la religión que llaman «de la vida»

No perdamos de vista que, por entonces, todos eran cristianos, ni siquiera habían nacido todavía los abuelos de Mahoma.

Y no solo a otros curaban. Si era menester se automedicaban ellos solitos. A Limneo, entre otras desgracias que le ocurrieron, le mordió una víbora ¡una docena de veces!, y víctima de terribles dolores

no recurrió a los servicios de la medicina, sino que aplicó a sus heridas sólo los medicamentos de la fe, el signo de la cruz, la plegaria y la invocación de Dios.

¡Si todos hiciéramos igual los pobrecillos de las farmacéuticas se morían de hambre!

Los ascetas hacían montones de milagros, sobre todo sanando a la gente con problemas que iba a verlos. A la madre del propio Teodoreto le curaron varios problemillas de salud, aparte, como ya dije, de librarla de su infertilidad de años.

Aunque no todos los milagros eran de bendición. Cuando leí por primera vez esa maravilla que son Los milagros de Nuestra Señora de Berceo me llamó mucho la atención que el primer milagro que nos cuenta, el de la casulla de san Ildefonso, no es un milagro de sanación, sino de homicidio. Porque los milagros son un arma de doble filo, pueden tanto ser para bien como para mal. Algunos ejemplos se ven en los Hechos de los Apóstoles. Aquí se cuenta que Jacobo de Nísibe envió una bonita maldición a unas jovencitas que, estando en el río lavando, habían osado no cubrirse la cabeza ni bajarse las faldas cuando pasó por allí el santo varón. También participó en una batalla ‒según Teja la historia es anacrónica‒ en la que envió un ejército de mosquitos contra los soldados de Sapor. En otro sitio nos cuenta que uno de los eunucos de palacio terminó escaldado en agua hirviendo por haberse burlado de Afraates.

También estos hombres divinos tenían poderes de adivinación y eran agraciados con sueños y visiones premonitorios.

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Es curioso que con estos ilustres representantes del ascetismo que tiene la religión cristiana, que ostenta un dominio cultural indiscutible en Europa en general y en España en particular, no se sepa mucho de ellos y sin embargo sean terriblemente famosos los reyes del dominio del cuerpo por la mente: los faquires indios. De estos he oído hablar desde mi infancia, de los monjes cristianos, sirios o egipcios, con la excepción de Simeón Estilita y Antonio Abad, no supe nada hasta que mi curiosidad los encontró por los libros.

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Un divertidísimo y curioso libro que, a pesar de su edad, se puede leer sin más ayuda que las pocas y breves, aunque muy sustanciosas notas, que el profesor Teja va colocando en lugares estratégicos. El protagonista es el ser humano y nos cuenta dónde es capaz de llegar impulsado por sus miedos, sus emociones, sus creencias, sus aspiraciones, sus pulsiones, sus deseos. Y es que entre la ingente masa de gente normal que llenamos el mundo, se encuentran los especiales, los raros, los particulares, los singulares, los que se apartan del camino transitado y exploran los suyos propios haciendo camino al andar.

¿Y quién no tendrá motivos para admirarlos?

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‒Ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez, que te han de admirar.

‒Por amor de Dios -dijo Sancho-, que mire vuestra merced cómo se da esas calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta penitencia. (DQ I, 25)

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