“El italiano, o el confesionario de los penitentes negros” – ANN RADCLIFFE

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“El italiano, o el confesionario de los penitentes negros” (1797)

ANN RADCLIFFE

 (Ed. Valdemar.  Madrid 1999)

 

La Ilustración encendió todas las lámparas del mundo eliminando la oscuridad y las sombras. Todo quedó brillante y resplandeciente. Empezaba un mundo nuevo del que quedaría desterrada para siempre la noche de la ignorancia y las tinieblas de la superstición. Y esa linterna que fue la razón deslumbró al ser humano.

Pero resulta que el rey de la creación, entre otras cosas ―¡una más entre sus innumerables limitaciones―, necesita dormir. Y no se puede dormir con el brillo y la luz. El ser humano necesita la oscuridad, necesita la noche.

Como contrapeso a toda esta revolución tan luminosa, a finales  del siglo XVIII comenzó a sentirse una especial atracción por lo que se llamó entonces Edad Media, época de sombras, de supersticiones, de oscuridad y tinieblas, tópicos que, precisamente, habían promovido los historiadores ilustrados. Y en la literatura nació un estilo peculiar que dio excelentes frutos, fue el estilo gótico, que también se dedicó explotar tópicos e imágenes recurrentes. Después vino el Romanticismo que pulió estos temas y los enriqueció, dando lugar a uno de los movimientos artísticos más importantes de la historia de la humanidad. Por esto se llama, a veces, a los primeros escritores de historias góticas, prerrománticos.

Aunque “el castillo de Otranto” de Horace Walpole (1764) es la novela a la que se le reconoce el privilegio de ser la primera de este género, es, sin duda, Ann Radcliffe con “Los misterios de Udolfo” (1794), la que dejó perfilados todos los elementos que harán gótica a una novela gótica. Eso sí, tratados todavía con mucha ingenuidad, casi naif si lo comparamos con “el monje” de  M.G. Lewis que, dos años después (1796), llevará  lo “gótico” a las cumbres de lo espeluznante.

A pesar de ser posterior a la novela de Lewis, Radcliffe mantiene en “el Italiano” el mismo estilo blandito y de “terror estético” que en “los misterios de Udolfo”. Por un lado los elementos que después serán típicos y lugares comunes del romanticismo: ambientes umbríos, con preferencia claustrofóbicos rincones en monasterios, iglesias, castillos, ruinas, aunque también en espacios naturales, como bosques, montañas, gargantas… Heroínas perseguidas; amantes que luchan por un amor virtuoso enfrentados a oscuras y siniestras fuerzas que les niegan la merecida felicidad.

Aunque en un segundo plano, también es importante el  interés que se muestra por los ambientes y personajes populares que ponen el contrapeso cómico, o ligero, al drama “serio” que se desarrolla como tema principal: fiestas campesinas, carnavales, criados, guías, pescadores…  Algunos verdaderamente divertidos que, a veces, me recuerdan a Sancho Panza contando historias en el palacio de los Duques para desesperación del cura del lugar. Es elitismo, sí, pero respetuoso con los inferiores, que no era poco adelanto, por más se trate de un respeto paternalista.

Son principalmente los escenarios, minuciosamente dibujados,  los que dan a la novela su carácter de misterio y terror. Eso sí, más estético que inquietante. Fenómenos o situaciones sobrenaturales solo lo serán en apariencia. Todos los misterios tendrán su conveniente explicación sin tener que recurrir, para ello, a otros planos de la realidad.

Las tramas tienen poca intriga, todo es muy predecible. No creo que se pretenda otra cosa. Solo un personaje, el malvado Schedoni, encierra en su pasado secretos que tendrán importante trascendencia en el curso de la historia. Es una novela de héroes y heroínas, de villanos y villanas. Todo muy maniqueo, y de esa corriente en concreto que proclamaba una victoria final del bien sobre el mal. Los actores principales, los que llevarán la iniciativa, serán, sin embargo, los malos. El héroe y la heroína, Vivaldi y Ellena, se contentarán con resistir, para lo que van a necesitar no poco valor y entereza. Su victoria final será más fruto de la resistencia que de la lucha.

***

PERSONAJES PRINCIPALES:

  • MARQUÉS DE VIVALDI. Perteneciente a una importante familia de la nobleza de Nápoles, cuya característica principal es el orgullo que siente por su linaje, “su orgullo es a la vez su vicio y su virtud, su salvaguardia y su debilidad.”
  • MARQUESA DE VIVALDI. Su esposa. También celosa de su nobleza, pero con menos escrúpulos morales. “Mujer de pasiones violentas, altiva, vengativa, aunque astuta y solapada; paciente en sus intrigas e incansable en la persecución de la venganza sobre cualquier infeliz que se hacía acreedor de su resentimiento”.
  • VINCENTIO DI VIVALDI. Hijo de ambos. El héroe de la novela. Participa de las cualidades de sus padres:  del uno su “orgullo franco y generoso”, de la otra algo de las pasiones violentas, eso sí, “sin su astucia, su doblez y su encono en la venganza”. “De natural franco y sentimientos sinceros”. Como corresponde a un auténtico héroe romántico.
  • ELLENA DI ROSALBA. La heroína. Al comenzar la obra se desconoce su procedencia y su linaje. Se mantiene firme en su amor por Vivaldi a pesar de todos los obstáculos y zancadillas que los agentes del mal irán colocando en su camino. Valor, coraje, virtud, fortaleza, todo muy alejado de la típica damisela que se desmaya por menos que nada.
  • SCHEDONI. El malvado. Monje dominico, confesor de la marquesa. Un velo de misterio oculta su pasado, que se presume tormentoso. Radcliffe no se anda con medias tintas con él: “carácter orgulloso”, “sombría altivez del fracasado”, “espíritu orgulloso y desequilibrado”, “astuto y ambicioso”.
  • PAULO. Fiel criado de Vivaldi. Principal representante del pueblo llano, también llamado plebe. Su fidelidad más se parece a la de un perro que a la de un sirviente, es totalmente incondicional. Hábil, inteligente, valiente, y, además, con una cualidad que solo poseen las clases populares: “una considerable dosis de humor que exteriorizaba tanto con palabras como con atributos o muecas”.
  • SRA. BIANCHI. Tía y tutora de Ellena.
  • BEATRICE. Ama de llaves y criada de Bianchi y Ellena.
  • OLIVIA. Monja a la que Ellena conoce en su reclusión en el monasterio de Santo Stefano, con la que se encariña de una manera muy especial. Aparentemente personaje secundario, protagonizará una importante sorpresa hacia el final de la novela.
  • SPALATRO. Secuaz de Schedoni.
  • CONDE DI MARINELLA. Personaje muy importante aunque no diré mucho de él: Asesino de su hermano se casa con su cuñada a la que también matará ―o creerá que mata― en un ataque de celos.
  • CONDE DI BRUNO. Lo mismo. Su alta alcurnia será determinante en la felicidad de Vivaldi y Ellena.
  • PADRE ANSALDO. Confesor de Schedoni.
  • NICOLA DI ZAMPARI. Monje dominico, acusador de Schedoni; y con buenas razones.

 

EL ARGUMENTO.

La novela está ambientada en el siglo XVIII en Italia, en un recorrido que va de Nápoles a Roma pasando por algún solitario lugar de la costa adriática.

Antes de empezar con los amores de los protagonistas, una especie de introducción dejará marcados los matices sombríos y misteriosos por los que fluirá la novela.

***

Vivaldi y Ellena se enamoran perdidamente nada más verse por casualidad en la calle. Digo “verse” y digo mucho, porque Ellena, en el casual momento en el que se encuentran por primera vez, llevaba el rostro cubierto con un velo. Pero es igual, el amor es el amor.

Se presume, aunque que se desconocen sus orígenes, que Ellena es de baja estirpe social, lo que hará que los marqueses de Vivaldi denieguen a su hijo el permiso para casarse con ella. Cada uno de los padres mostrará su oposición a un indeseable matrimonio morganático con arreglo a su carácter particular: el padre lo hará con firmeza, aunque sin salirse de las estrictas exigencias de su código ético, amenazando al joven Vivaldi con desheredarlo si persiste en su intención. La madre, por su parte, recurrirá a métodos bastante más ruines y mezquinos, ayudada por su confesor Schedoni, que será el encargado del trabajo sucio.

Ante la firmeza de Vivaldi, que no está dispuesto a renunciar a su amor, la marquesa se pone manos a la obra. El primer plan es secuestrar a Ellena y encerrarla en un convento. Allí se la pondrá ante la opción, o bien de profesar como monja, o bien casarse con un pretendiente de su condición elegido por la marquesa. Ellena va a mantener, frente a esta despiadada coacción, una firmeza digna de la  heroína romántica que es.

En su encierro conocerá a Olivia, una monja del convento, que se encariñará con ella e intentará hacerle, en lo que pueda, más llevadero el cautiverio que la pérfida  abadesa pretende que sea lo más penoso posible para poder, con más facilidad, doblegar el ánimo de la reclusa.

Vivaldi  averigua el paradero de su amada y acude al rescate. Por siniestros pasadizos y criptas misteriosas los amantes logran escapar del convento. Llevan ahora la idea de casarse, como Dios manda, en la primera oportunidad que se les ofrezca. Pero ¡ay!, la marquesa y el malvado Schedoni habían puesto en marcha el  plan B, que no era muy fino que digamos: Matar a Ellena.

Los fugitivos encuentran  una ermita cerca de un monasterio―¡en esta historia hay más monasterios y conventos que mosquitos!― y un sacerdote dispuesto a casarlos, pero cuando están ya para dar el “sí, quiero”, unos siniestros personajes irrumpen en la ceremonia. Dicen ser de la Santa Inquisición, y acusan a Vivaldi del secuestro de una novicia que estaba para profesar, como hará un poco más tarde don Juan Tenorio con doña Inés. Los esbirros separan a los amantes y se llevan a cada uno por su lado.

Estos pretendidos familiares de la Inquisición no son tales, sino hombres al mando de Schedoni. A Vivaldi lo llevarán a Roma, que los recibe en pleno carnaval, y lo pondrán, ahora sí, en manos de la Inquisición, institución muy a propósito para escenarios del más puro estilo gótico. A Ellena se la lleva Schedoni a una casa solitaria a orillas del Adriático donde, con ayuda de su servidor Spalatro, plantea darle muerte. Que no sé yo la necesidad de llevarla tan lejos, cuando cualquier descampado hubiera sido muy a propósito para tamaña maldad.

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Pero el destino ―tema también recurrente en el romanticismo―  es implacable. Cuando Schedoni se dispone a asestar el golpe fatal, un colgante que lleva Ellena del cuello lo llevará a dar un giro de ciento ochenta grados a todos sus planes, que tendrá que reformular y  que ahora serán los de intentar  convencer a la marquesa para que acceda al matrimonio  de Ellena y Vivaldi. Además tendrá que sacar a este de las garras de la Inquisición en las que lo había metido. ¡Error fatal!, pues su  pasado se va a rebelar contra sus nuevas intenciones.

Primero lleva a Ellena a Nápoles para ponerla a salvo en el convento de la Santa della Pietà, mientras intenta la salvación de Vivaldi. Este nuevo convento, que ya no es una prisión, como lo había sido el anterior, será más amable y hospitalario, y en él, ¡oh, sorpresa!, Ellena se volverá a encontrar con la que fue su amiga  Olivia.

La idea de Schedoni de neutralizar a Vivaldi poniéndolo en manos de la Inquisición le va a salir cara, pues terminará siendo acusado por crímenes terribles.

***

A partir de aquí saldrá a relucir, poco a poco y contado por distintos personajes y en distintos escenarios, todo el sombrío pasado de Schedoni, que, por supuesto, no es su nombre auténtico. Los siguientes episodios describirán el juicio de la Inquisición en el que se juzgará a Vivaldi por las falsas acusaciones de herejía que había interpuesto contra él Schedoni, y contra este por los crímenes cometidos en su pasado y que empiezan ahora a salir a la luz. De alta cuna, Schedoni resulta que era un vividor sin escrúpulos que recurrió al homicidio para conseguir satisfacer sus más bajas pasiones, y sus insidias no se detenían ni ante hermanos ni cuñadas.

Le toca ahora rendir cuentas, en escenario aparte, a la malvada marquesa, que, agonizante y llena de remordimientos y de terror escatológico, le pide a su marido que no se oponga a la felicidad de su hijo.

Paulo, también preso de la Inquisición, logra escapar y pone en conocimiento del marqués la suerte de su hijo, pues hasta entonces nadie sabía nada de él debido al secreto con el que la Inquisición tramita sus procesos. El marqués se desplaza a Roma aunque sabe que con la Santa Inquisición no son fáciles las componendas.

***

Las importantes revelaciones que ahora se suceden en cascada se producen en dos escenarios: una lúgubre mazmorra de la Inquisición y el convento de Nápoles en el que se encuentra alojada Ellena. Las fuentes serán, por un lado, el propio Schedoni, que ya en el lecho de su muerte confiesa sus faltas y descubre su verdadera identidad ante los jueces de la Inquisición, Vivaldi, su padre el marqués y otros testigos. Por otra parte Beatrice, que fue ama de llaves y criada de Ellena nos descubre quién es, verdaderamente, la monja Olivia.

Y, después del terrible calvario que han padecido todas las víctimas inocentes, desaparecidos los agentes de las tinieblas, todo se convierte en gozo y regocijo.  Muerto el perro se acabó la rabia.

Aunque pervivieran las clases sociales, almas nobles y sensibles veían bien el aprecio y consideración que las altas debían manifestar hacia las bajas, valorando, sobre todo, su fidelidad. Como ya dije, estos sentimientos desbordaban por los cuatro costados un paternalismo inadmisible en nuestros días, pero en aquellos tiempos solo algunos espíritus adelantados lo tenían en cuenta. De ahí a la abolición de las clases, no habrá más que un paso ―¿o quizá no?―. En este plano destaca la figura de Paulo, criado de Vivaldi, al que, tanto la narradora como los personajes tratan, no como un igual, claro, pero sí con un gran cariño. Él también muestra una fidelidad inquebrantable e incondicional, absoluta, hacia su amado signore. Fidelidad que será generosísimamente recompensada.

Y el final es toda una sinfonía pastoral. Una fiesta de bodas llena de luz, de color y de música. Todo el espacio claustrofóbico que había oprimido a los personajes, ahora se abre y deja su lugar a praderas, jardines, amplios horizontes. Parece como si fueran aquellos personajes que representaban el mal los que traían consigo las lóbregas tinieblas y los espacios cerrados. Una vez fuera de escena, esta recobra todo su natural brillo y esplendor.

Y todos los que fueron inocentes víctimas de la maldad humana o demoníaca ahora celebran gozosos la felicidad suprema y el triunfo de la virtud; y se inflaron a comer perdices, que aunque no tenían culpa ninguna siempre acaban pagando el pato de la felicidad ajena.

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