“El Jarama” – RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

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“El Jarama”

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

Premio Eugenio Nadal 1955.

Ediciones Destino. Barcelona. 1979.

PERSONAJES:

No hay un protagonista en El Jarama. A no ser que nos pongamos estupendos y se nos ocurra decir que el protagonista es el propio río y sus evocaciones heraclitianas: panta rei. Todo fluye. Todo cambia sin dejar de ser lo mismo. Parece lo mismo, pero es una ilusión. Y no ha sido a mí, por supuesto, al primero que se le ha ocurrido esto. Toda la novela no es más que un gran paréntesis entre una breve descripción del río, desde su nacimiento en Somosierra hasta que sus aguas llegan al Atlántico en Lisboa. En esta descripción del curso del río, aguas abajo, el paréntesis se encuentra en el Puente Viveros, cerca de San Fernando de Henares y de Coslada, donde se desarrolla la acción un domingo de verano de los años cincuenta.

Aún así habrá que decir que en esta encrucijada de la vida se encuentran once jóvenes: SEBAS, PAULINA, MIGUEL, LUCI, DANIEL, MELY (la moderna), SANTOS, FERNANDO, ALICIA, TITO, CARMEN. Seis chicas y cinco chicos, eran doce para la excursión pero a una no la dejó ir su madre. De clase media baja, de vida sencilla y humilde, en la edad de emparejarse, que trabajan y que el domingo se van de excursión al campo a darse un chapuzón en el río, tomar unas gaseosas y unos vinos, un sencillo pick-nick ― lamentablemente no utilizo esa preciosa palabra castellana que es “viático”, con la que se podría evitar el anglicismo, porque ha sido víctima de un penoso reduccionismo, no creo que se recupere, la pobre― y, si se tercia, echar un bailecito en algún merendero. Son chicos y chicas normales, de familias humildes, que trabajan para vivir, que no tienen grandes aspiraciones ni grandes frustraciones.

Otros personajes son:

MAURICIO, dueño de una taberna cerca del río. Quizá el único que tiene una relevancia especial, si bien solo porque en su casa se desarrolla parte de la acción. FAUSTINA, su mujer; JUSTINA, hija de ambos, de armas tomar; LUCIO parroquiano asiduo de la taberna de Mauricio; CARMELO el alguacil; AMINANO, empleado del ayuntamiento; EL HOMBRE DE LOS ZAPATOS BLANCOS, del que no se dice el nombre; CHAMARÍS, otro parroquiano; MARCELO COCA, un lisiado en silla de ruedas de muy malas pulgas del que todos, incluido él mismo, se burlan; ESNÉIDER (Schneider), alemán exiliado que vive muy humildemente por los alrededores; FELIPE OCAÑA, taxista de Madrid que va a merendar con su familia a la taberna de Mauricio; el juez de instrucción de Alcalá de Henares, otros taberneros, bañistas, domingueros, campesinos …

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EL ESCENARIO:

Leer el Jarama es pasar un domingo de un caluroso mes de agosto solazándose con una de las pocas frescas alegrías que ofrece la naturaleza de la Meseta Sur en los tórridos veranos. Mejor dicho, que ofrecían todavía allá por la mitad del siglo pasado.

Por más que digan, en Madrid no hay playa, y las orillas polvorientas de un triste río son un triste sucedáneo. No hay fresca brisa marina, sino bocanadas de aire caliente. No hay arena, sino polvo y barro. No hay anchos horizontes de fresco azul, sino amarillentas ondulaciones del terreno requemado por el sol. Eso sí, chiringuitos los que hagan falta. Merenderos, patios, tabernas medio de campo medio de ciudad que, sin duda, debían ser agradables al caer la tarde.

Cuando salimos de Madrid con el coche o autobús por la N-II camino del noreste, ―Guadalajara, Zaragoza, Barcelona―, ni nos damos cuenta cuando atravesamos el puente de Viveros que cruza un invisible río Jarama, desaparecido entre el progreso urbanístico de Madrid y alrededores: Aeropuerto de Barajas, Coslada, San Fernando de Henares, Torrejón de Ardoz.

Viendo ―y sufriendo― el ajetreo incesante de coches que hace bullir Madrid y sus alrededores a todas las horas del día y de la noche, da hasta ternura que alguien pudiera escribir, a poco más de medio siglo de distancia, ―que no es tanto―, cosas como estas:

“Decía yo si tirar por Vicálvaro. Luego cogíamos la carretera de Valencia, para entrar por Vallecas a Madrid. […] Es un camino que no hay nadie. Todo campo”.

Se llama “Progreso”.

La acción se desarrolla en dos escenarios principales: la taberna de Mauricio y las orillas del Jarama. Los jóvenes han llegado en bici y en tren, y una de las parejas en moto.

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Muy poco pone el narrador de su parte si no es para hacer unos breves bosquejos de los escenarios donde situar a los personajes para después dejarlos a su libre albedrío charlando de lo divino y lo humano. Charlas cotidianas, intrascendentes, sin un fin ni un propósito. Charlas que llenan el paso del tiempo. La novela se crea a base de estos diálogos. Se intenta que los personajes hablen de un modo natural, cada uno con su propio estilo, aunque, para mí, se queda no lo consigue del todo. En las conversaciones se mezcla, como en toda conversación de bar que se precie, lo cotidiano con lo filosófico, aunque, claro, no se podía hablar del gobierno.

“Y Lucio dijo: ― El orgullo es una cosa que hay que saberla tener. Si tienes poco, malo; te avasallan y te toman por cabeza de turco. Si en cambio tienes mucho, peor; entonces eres tú mismo el que te pegas el tortazo. Lo que hay que tener es aplomo, en esta vida, para no ser la irrisión de nadie ni tampoco romperte la cabeza en tu propia arrogancia”.

Estas conversaciones de pasar el rato se desarrollan en dos escenarios, o mejor, en dos grupos: el de los jóvenes y el de los parroquianos de la taberna de Mauricio. Entre estos habrá que colocar a la nada temerosa hija del tabernero, Justina, que manda a su novio a freír espárragos porque a él le molesta que ayude a sus padres en el servicio del bar, incluso que juegue a la rana con algunos de los clientes. Sin cortarse un pelo, una madrileña de las de sainete. Él también es un auténtico lila de zarzuela y se pone gallete, pero no puede con la muchacha y se termina largando con el rabo entre las piernas.

― ¡Mira, Justi, que damos el escándalo! Yo te aviso. ¡No me, no me…!― La cogió por el brazo y la apretaba, clavándole las yemas de los dedos. Julia se revolvía: ― Suéltame, idiota, que me haces daño. Quita esa mano ahora mismo, majadero. A ver quién va a ser aquí la que se tiene que enfadar―. Se desprendía de Manolo; continuó: ― Andas hablando y tramando, por detrás, con mi madre, haciendo la pelotilla y diciéndola que no te gusta que yo le ayude a padre en el negocio y que eso no está bien en una chica y sandeces y cursilerías. ¿Quién te has creído aquí que eres? A disponer de mí como te da la gana.”

Los demás son clientes habituales, hombres de por allí que matan el tiempo libre en la taberna. Lucio está ya cuando se abre al amanecer y es el último en marcharse ya de madrugada. Coca-Coña es un reflejo de cómo ha tratado siempre la sociedad a los discapacitados, con desprecio, incluso repugnancia mezclada con pena y lástima. Incluso él mismo se desprecia y se humilla, como si no tuviera bastante con los desprecios y humillaciones de los demás.

“Eso que ve usted ahí sentado ―señalaba a Coca-coña, con el brazo y el índice extendidos―; eso; pues eso es el bicho más malo que existe en cien mil hectáreas alrededor de él. […] Se lo aseguro yo, que soy el mejor amigo que tiene esta especie de escarabajo pisado y vestido de hombre, que llaman Marcelo Coca, y por mal nombre Coca-Coña y Bichiciclo y Niñorroto y El Marciano y qué sé yo cuántos más que le han sacado a lo largo de su vida”. […] una “especie de escarabajo pisado y vestido de hombre”,

Esnáider es un exiliado que ha encontrado refugio en estas latitudes, que vive humildemente y con mucha sumisión a los que le ofrecen una hospitalidad amable aunque distante. Las conversaciones son las típicas de taberna, insulsas, vanas, se habla de esto, de aquello, del tiempo, de los deseos, y se bebe mientras tanto.

A merendar se presenta un taxista de Madrid y su familia, también asiduos del lugar. Y en el patio, a la sombra de los árboles asientan su aburrimiento y lo disfrazan de fiesta. Especialmente Petra, la esposa, no parece muy contenta de ir a merendar al campo. Se llevan su propia merienda y solo consumen el líquido, pero eso a Mauricio no le importa, aprecia mucho a todos sus clientes, aunque le den poco beneficio, algo que no les parece del todo bien a su señora esposa ni a su hija.

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Los jóvenes, por su parte, tienen conversaciones de la edad del pavo, de novios y novias y del porvenir. Se ven algunos conatos de feminismo incipiente por parte de algunas chicas. Recordemos que al feminismo que se desarrolló durante la segunda república, se le dio un gran varapalo con la llegada del nuevo régimen después de la guerra civil. Pero ya despuntaba. Está, por ejemplo, Mely, a la que llamaban los del bar “la moderna” porque llevaba pantalones.

―¡Viva lo moderno!,

le decían al verla con aquellos pantalones de uno de sus hermanos mayores que es posible que no le sentaran demasiado bien. Carmen, por su parte, se queja de que los varones, por el mero hecho de serlo, se atribuyan libertades que ellas no pueden tener:

“Eso de que vayan a tener más libertades que nosotras es una cosa que tampoco no le veo la explicación.”

Meriendan en el río. Se echan unas siestecillas. Se dan unos baños. Unos paseos. Todo bajo un tórrido sol de verano. Se mezclan escenas típicas de un día de asueto en los alrededores de una gran ciudad: Muchos domingueros, niños dando la tabarra, allí comiendo, aquí discutiendo, más allá cantando.

La tarde va cayendo y la temperatura se vuelve más amable. Más baños. Y ahora apetece mover un poco el esqueleto. Empiezan a sonar músicas por los merenderos. Algunos suben a la taberna de Mauricio y se echan unos bailes y unos cantes en el patio a la fresca.

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En “el Jarama” todo fluye como fluye el río, con parsimonia. Ni siquiera el drama que se desata a última hora de la tarde rompe ese fluir sereno y cotidiano. La muerte de una de las chicas es otro acontecimiento más. Bien es cierto que sus amigos sufren la pérdida, y que se intuye otro sufrimiento mayor, el de su familia, que se pospone y ya queda fuera de la novela. Pero la presencia del juez de instrucción de Alcalá de Henares y la rutina del proceso del levantamiento del cadáver y primeras diligencias anulan o neutralizan, para el lector, el dolor y el sufrimiento de los amigos de la víctima. En las tabernas y merenderos se añade un nuevo tema de conversación. Poco a poco los actores se van retirando hasta que, por fin, Mauricio echa el cerrojo después de la salida de Lucio, el último parroquiano, que también fue el primero.

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A mí, personalmente, no me dicen nada los premios, ni los Nobel, ni los Nadal, ni los Oscar, ni los Cervantes, ni los Planeta… Tengo mis propios criterios. Lo que no quiere decir que muchas veces no estén merecidísimamente dados. Pero eso es lo de menos. Intento que los premios no me condicionen ni para bien ni para mal. Esta novela me gusta. Me gustó en su día y me ha gustado ahora más. He pasado unos agradables ratos (re)leyéndola. Me daba mucha serenidad, quizá por la distancia. Ahora, para premios… No sé qué decir. “Tiempo de silencio” me parece mejor novela y no se llevó ningún premio. En la literatura, como en cualquier arte, hay, junto a criterios más o menos objetivos, otros indudablemente subjetivos que influyen en nuestras apreciaciones. Y creo que en mi valoración de esta novela quizá tenga más peso mi subjetividad que otras consideraciones. No la voy a comparar, por ejemplo, con “La Montaña Mágica” o con “Entre dos palacios”, por decir algo, pero la verdad es que yo he disfrutado mucho con ella y eso es lo que vale.

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No puedo dejar de comentar un detalle: Cuando camino por estas tierras de España ―también por otras―, me irrita considerablemente el ir encontrándome toda clase de basura por los campos, pueblos o cunetas de los caminos y carreteras, ¡que estamos convirtiendo el mundo en un estercolero!

Y no es cosa de nuestros días. Al acabar el día de autos, cuando ya los bañistas y otros domingueros se han ido recogiendo, se hace la limpieza en las terrazas y bares, y con toda naturalidad…

“Luego salía la moza con la escoba y se ponía a barrer el suelo en torno de ellos: papeles pisoteados, mondas de frutas y servilletas de papel, cajetillas vacías y colillas de puro y chapas de botellines de cerveza, de orenge y coca-cola; bandejas de cartón y cajas aplastadas […]. Lo iba empujando y arrastrando con la escoba y formaba montones junto al malecón; después metía la escoba, y los despojos desbordaban el zócalo de cemento y caían hacia el agua”.

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