“El ateísmo sagrado. Hacia una espiritualidad laica” – FELICIANO MAYORGA TARRIÑO

“El ateísmo sagrado.

 Hacia una espiritualidad laica”.

FELICIANO MAYORGA TARRIÑO

 (Ed. Kairos. Barcelona. 2017)

HERMES: Oh, Zeus, ¿qué piensas, que a solas contigo hablas, deambulando pálido, con tez de filósofo? […]

ZEUS: En las últimas están los intereses de los dioses y, como dice el refrán, depende de un pelo que se nos rindan aún culto y tributen los honores en la tierra, o que nos abandonen completamente y crean que no existimos.

(Luciano de Samosata. “Zeus trágico”)

Las vanguardias del siglo XX, tras un largo camino que, durante la Edad Moderna, ha ido derrumbando todo el sistema de seguridad y orden que se vivía en el mundo de las ideas, mostraron al mundo el colofón de esta ruta despiadada: no hay sentido, no hay nada, todo son sueños y quimeras, la existencia es un absurdo.

Curiosamente ―porque las asociaciones inconscientes son una cosa curiosa―, mientras leía el libro de Feliciano no dejaba de traer a la memoria a Samuel Becket que, para mí, ha sido el que mejor y de una manera más contundente y descarnada ha puesto delante de nosotros esta terrible idea. Por si el ser humano no tuviera ya bastantes sufrimientos se había añadido otro más: el existencial.

Feliciano Mayorga, del que puedo decir con orgullo que es mi amigo ―circunstancia que habrá que tener en cuenta a la hora de juzgar mi objetividad―, es una persona tan inquieta como inteligente y no se va a resignar ante este panorama. No se va a tumbar a la bartola a esperar a Godot  ―como hacemos otros―, va a ir en su busca.

Eso sí, su nobleza intelectual no le va a permitir obviar toda esta corriente ni ninguna objeción seria que se haya planteado. No hace trampas, no sortea los obstáculos, salta sobre ellos, algunos con no poco trabajo. Y demuestra su gran erudición y su gran conocimiento de la filosofía trayendo a los debates a toda la caterva ―quizá debería decir pléyade― de afamados autores, desde Heráclito hasta los más modernos; unos para que apoyen sus propuestas, a otros para rebatir sus objeciones.

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¡Y qué fácil era cuando teníamos a Dios para que nos sacara las castañas del fuego y nos fundamentara la justicia y diera sentido a nuestro sufrimiento!

“Al desmoronarse el sistema medieval, se impusieron los dioses de Caos, la Demencia y el Mal Gusto. […] Tras el periodo en el que el mundo occidental había gozado de orden, tranquilidad, unidad y unicidad con su Dios Verdadero y su Trinidad, aparecieron vientos de cambio que presagiaban malos tiempos”.

Ignatius J. Reilly

Pero Dios ha muerto. Y una de las dagas que se han clavado en su pecho ―¡cómo no recordar aquí a Julio César!―, ha sido ―que todo hay que decirlo― de manos del propio Feliciano. ¿Y ahora qué? No hay marcha atrás. La salida, si la hay, está por delante.

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Este magnífico libro ―los adjetivos grandilocuentes son necesarios si quiero seguir teniendo abiertas las puertas de su casa, lo que no quita, a la vez, que sean totalmente procedentes―. Digo, pues, que este (magnífico) libro es uno de esos caminos por los que el valeroso manchego se lanza a la exploración y a la búsqueda de respuestas.

Feliciano es profesor de toda la vida, y eso se nota en la claridad de su discurso. Un profesor, siempre que cuenta o explica algo, tiene en mente a sus alumnos. No se contenta con pergeñar una idea con precisión filosófica, sino que, además, pretende que se entienda. El rigor y la claridad no tienen por qué estar reñidos aunque no siempre vayan juntos, y es el talento quien los une.

Si el discurso es claro, la estructura es de una precisión geométrica, como aquellos esquemas con los que los profesores de antes llenaban las pizarras y que tanto nos clarificaban las ideas.

La forma también está cuidadosamente elegida. Se trata de un diálogo, recurso retórico que tan buenos frutos ha dado en la historia de la filosofía y la literatura, pensemos, por ejemplo en el mismo Platón, o en Erasmo, o en Alfonso de Valdés. Ahora parece que está un poco en desuso, quizá más por cuestión de modas que de eficacia.

El propio autor, que, a partir de ahora será FM, como aparece en el libro, tendrá como interlocutores, que le darán pie para ir mostrando sus ideas, a dos personajes: Glaucón, un amable comensal en los diálogos platónicos, y a un domesticado Luciano de Samosata que pondrá la nota escéptica y la inteligente crítica en la tertulia planteando agudas objeciones a las tesis defendidas, una especie de abogado del diablo de las causas de los santos.

El libro, ya digo, muy bien estructurado, tiene cuatro partes: en la primera se exponen las tesis y el planteamiento general de la obra, en las otras tres se desarrollan sus consecuencias prácticas y se exploran los caminos por los que se sugiere que se podrá escapar del sinsentido o del absurdo de la vida.

Como el libro es cortito (249 páginas, que, no obstante, habrá que leer varias veces, más por complejidad de la materia que por oscuridad del discurso), FM no se entretiene en prolijos y eruditos prólogos que den razón del libro, que invoquen a las musas o que busquen la benevolencia del lector y, después de tres páginas de una mínima introducción, entra a saco en la materia planteando la existencia de un universo radicalmente dualista: Por un lado lo sagrado, por otro lo profano; y dos clases de personas: el hombre (se entiende “el ser humano”) religioso y el profano. Expresamente se dice que no hay otras categorías posibles, aunque admita gradaciones y matices en ambas posturas (pg. 21). No se puede ser neutral, o conmigo o contra mí.

“Para el hombre religioso existe una realidad absoluta, lo sagrado, que está más allá de este mundo, pero que se manifiesta en él, dotándolo de consistencia y valor. […] El hombre profano, por el contrario, rechaza la trascendencia, afirma la relatividad en todos los órdenes y pone en cuestión que la existencia tenga sentido”. (Pg. 20)

Pero no se queda ahí. Todavía desprestigiará más a lo que él llama “el hombre profano”, al que califica (pg. 23-24) de liberal en lo económico, que tiene como valor primordial la optimización del beneficio; elitista o aristócrata en lo político; positivista en lo cognitivo; utilitarista en lo ético; en lo filosófico lo coloca entre los ateos materialistas; en lo medioambiental también lo asocia al utilitarismo; en lo psicológico al hedonismo más primario; y en lo social al individualismo.

Vaya, ¡que parece que estuviera retratando a Troika! Y no se le podrá acusar de falta de rigor ni de exhaustividad. No se le pasa nada. Por resumirlo en una palabra que también el propio FM utiliza, aunque en otro contexto: el hombre profano es antihumano.

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Después de dejar clara esta dualidad irreconciliable continúa en busca del sentido de la vida con el capítulo “nihilismo y sentido”. El pie lo da el bueno de Glaucón:

“G.: ¿Existe en tu opinión una salida para escapar del universo profano?” (pg. 27)

O dicho de otro modo: ¿se puede curar lo profano? La respuesta ha de ser positiva, claro, porque si no se acababa el libro. Y yo me inclino a pensar que esta respuesta viene de un planteamiento desiderativo  ―me encanta esta palabra y nunca encuentro un lugar apropiado para colocarla―. FM, como le pasa a todas las buenas personas, desea que haya una respuesta al dolor, al sufrimiento, al clamor de las víctimas inocentes, desea paz y felicidad, y cree que el nihilismo existencialista llega a un callejón sin salida que deja sin su justo castigo al verdugo  causante del dolor y sin justa reparación a la víctima. Unos deseos que han alimentado a las religiones desde la más remota antigüedad. Se (re)plantea la perplejidad que supone el sufrimiento del justo y el éxito del malvado. Con una mención, inevitable, a Job.

Una vez que se ha establecido que la vida sí tiene sentido, que es mejor ser que no ser, FM establece, con un rigor y una exhaustividad admirables, las características que debe tener ese sentido para poder ser aceptado por una persona de bien. Y continúa moviéndose en lo desiderativo ―¡otra vez la usé!―. No dice cómo es el sentido, sino más bien cómo debería ser.

Para ello establece once cualidades imprescindibles, innegociables y las llama: Criterio de compatibilidad científica, de certeza, de trascendencia, de alegría, de accesibilidad, de solidez o consuelo, de dignidad, de no complicidad con el mal, de afirmación, de irresponsabilidad y de universalidad. (Págs. 40-43). Son menos de tres páginas para desarrollarlo todo, con una claridad y una precisión que deja pasmao. Para mí son las mejores páginas del libro (lo que no va en detrimento del resto, claro). Si yo tuviera que admitir un sentido en la vida, desde luego, no podría ser de otra forma que el que aquí se expone.

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Antes de empezar a dibujar los mapas de los caminos por los que poder escapar de los nihilismos profanos se nos dan unas pinceladas sobre el problema del mal, piedra de escándalo de cualquier teología.

“Toma nota… ¿por qué sufro? Esa es la roca sobre la que se asienta el ateísmo. La más ligera convulsión dolorosa, aunque solo sea la de un átomo, le hace un desgarrón de arriba abajo a la Creación”.

“La muerte de Danton”. G. Büchner.

En apenas doce páginas se trata el problema del sufrimiento, el de la reparación o satisfacción de las víctimas, el papel de la religión como instrumento opresor o fuerza civilizadora. Son doce páginas llenas de información, casi esquemática, donde se pone de manifiesto que en la búsqueda de una salida al sinsentido nihilista de la existencia no se puede dejar de lado este tema fundamental. La propuesta de FM es seductora e invita al lector a profundizar en él acudiendo a los muchos trabajos que, desde todas las posturas ideológicas, lo han tratado.

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Viene ahora un capítulo muy importante donde se van a definir unos términos de importancia decisiva para el desarrollo  de sus tesis. Estos conceptos son: lo sagrado (que a veces también llama lo santo), lo divino y Dios. Son nuevos conceptos, o, mejor, nuevas definiciones de conceptos viejos que se han ido imponiendo en las nuevas corrientes teológicas desde hace un siglo acá y que derivan de aquel enfoque que Pascal planteó en el siglo XVII: la religión del sentimiento.

Se parte de la admisión de la tesis nietzscheana de la muerte de Dios. Muchos creyeron que Dios, al morir, había dejado un enorme vacío cósmico imposible de rellenar. Estas nuevas corrientes han visto, más bien, en su lugar, unos espesos y oscuros cortinajes que se han apresurado a descorrer, encontrando, o creyendo encontrar, otras realidades más allá. Me vienen a la mente todas aquellas infinitas emanaciones divinas de los gnósticos del siglo II e.c., en cuyo modelo un Primer Principio o Padre Eterno, o Dios de dioses, o lo Uno incognoscible, se proyectaba en una serie de seres, que, a su vez volvían a emitir nuevas emanaciones, repitiendo el ciclo varias veces, y tanto menos divinos cuanto más se alejaban del origen, hasta llegar al mundo material, lo más arrastrao de la existencia.

El modelo que aquí se propone es más sencillo que el de los gnósticos: solo tres conceptos habremos de aprender, como ya dije.

“Me referiré a lo sagrado como el fondo del ser, el vacío informe del que todo surge, donde todo se sostiene y al que todo regresa. […] En ningún caso habría que confundir lo sagrado con lo divino, que es el ámbito en el que lo sagrado se manifiesta, ni con los dioses, que son la expresión antropomórfica, eterna y diversa en que se revela la divinidad”. (Pg. 65)

Insisto en la importancia de este planteamiento para el desarrollo posterior de los acontecimientos: Dios ―el eterno inmortal― ha muerto, en paz descanse. Pero como la respuesta que se va a dar al sentido de la vida va a ser religiosa, hay que buscar otro dios suplente, y nada más fácil para personas inteligentes. No solo se encuentra otro Dios, sino que, además,  es mejor, más inmortal y más eterno, y con este descubrimiento podemos continuar el camino.

Y a mí me da por pensar -que, a veces, soy un poco profano- que eso de “el fondo del ser”, “el vacío informe” “lo absolutamente otro” o “la absoluta heterogeneidad”, “el sentimiento numinoso”, “la inmediata simplicidad”, “el mysterium tremendum” son conceptos o imágenes de mucha fuerza en el campo de la poesía, de un alto poder connotativo, pero que, a la hora de la verdad,  parecería que no son más que castillos en el aíre. Campanas que suenan o címbalos que retiñen. Quizá más propias del ámbito de lo emocional que del de lo racional. Aunque también podría tratarse de un código restringido reservado a una élite gnóstica, como ya se decía hace mil ochocientos años. Eso sí, pura teología, de la buena, de la «alta», que es una “ciencia” que, desde Kant ―FM, por supuesto, lo sabe mejor que yo―, es muy discutida en cuanto a su capacidad para alcanzar un conocimiento firme y seguro.

La clave para este descubrimiento del sentido de la vida no es más que cambiar a un dios por otro, a Dios muerto Dios puesto. Ahora se llama lo sagrado y se dicen de ello otras cosas distintas, o las mismas de distinta manera, de las que se decían antes, pero lo principal de todo es que este nuevo sentido de la vida, este nuevo fundamento de la justicia está fuera de este mundo, como antes, como siempre.

Y el caso es que este descubrimiento no es el final de la historia, es el principio. Porque FM, que se mueve como pez en el agua en el arcano mundo de la especulación filosófica, es, sobre todo, un hombre de acción, y todo lo anterior no es más que una preparación, un armarse para bajar después a la guerra, perdón, quise decir a la tierra ―que diría Silvio Rodríguez―.

Un tercio del libro es lo que para el autor se merece la teoría, el resto será praxis. A esta nueva proyección práctica es a lo que llama “las tres direcciones divinas”.

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En la primera, “la divina bondad: el mandamiento del amor”, se mete con otro tema de esos de padre y muy señor mío: la moral, la ética, la justicia, el valor. De esta última categoría ha hecho FM todo un dios al dotarlo de entidad absoluta e independiente. El valor no es simplemente un juicio que hacemos los humanos sobre la realidad, el juicio de valor, sino que es un ser que tiene existencia por sí mismo, es un dios.

La verdad es que fundamentar la ley, los derechos humanos, la justicia en Dios, como ya hacían los iusnaturalistas, es mucho más fácil que intentar hacerlo de tejas para abajo, sin salir de este mundo sublunar, como han intentado autores como Rawls o Habermas.

En muy pocas páginas, con una claridad digna de un profesional de la enseñanza, se nos habla de religión, de moral, de amor, y del “propósito” de la vida humana en el cosmos.

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Con lo que aquí se llama segunda dirección entramos en un mundo que es previo e imprescindible a cualquier acción social o política: el mirar para adentro, el prestar atención, el parar, ¡gran pecado en esta sociedad que tiene como sacrosanto principio la productividad! Es como la realización del famoso “conócete a ti mismo”, aunque más ambicioso si cabe. El instrumento para ello es la meditación tal y como nos ha llegado de tradiciones orientales, el budismo principalmente.

Con la meditación, con la contemplación y la atención, se llega a la conciencia que, vuelta sobre sí misma, se reconoce no dual, desapareciendo la diferencia entre observador y observado. (Recordemos que al principio del libro se hacía un planteamiento radical en cuanto al dualismo de la realidad sagrado/profano).

En esta tercera parte FM se esfuerza, y yo diría que con éxito, en explicarnos estas ideas que vienen de otra tradición, con otros esquemas mentales distintos a los greco-judeo-cristianos con los que funciona nuestra manera de pensar el mundo. Y no es fácil. Son cuatro capítulos que muy bien se pueden leer con independencia del resto, los más descriptivos de todos, que  podrían servir como una excelente introducción a este apasionante mundo. Y es que la meditación es un instrumento tan poderoso, tan versátil, que no hay necesidad de adscribirlo a una determinada ideología.

En esta parte podría, incluso, resultar curioso que se apele al budismo, una “religión” que, en algunas de sus variantes o tradiciones, es bastante materialista o ajena a lo divino o a lo sagrado (no voy a decir profana, ¡Dios me libre!); que son espacios por los que, sin negarlos abiertamente, se muestra una cierta indiferencia. Que hubiera dioses o no, era algo irrelevante para el Buda en su camino para escapar del sufrimiento; el poder estaba dentro, solo había que encontrar y pulsar el botón de on, que también estaba en el interior, claro.

Insisto en que son unas cuarenta páginas muy ilustrativas para cualquiera que se acerque por primera vez al mundo del budismo en general y de la meditación en particular.

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La idea principal de la cuarta y última parte es que, en el viaje que se propone para escapar del sinsentido de la vida y llegar a lo santo, ya sea una meta o un horizonte utópico, se necesitan elementos organizadores, marcas que vayan señalando la ruta y establezcan los progresos. Puntos materiales y concretos que sirvan de apoyo y referencia en nuestro largo caminar por el desierto bajo el sol. Estos instrumentos o apoyos son los ritos, de los que se tiene noticia que han sido usados por el ser humano desde el principio de los tiempos. Y su marco de expresión: la fiesta, que añade una dimensión social a su práctica.

Un tema muy interesante y al que ya parece que no se le da la importancia que merece, por una parte por considerarlo demasiado superficial o anecdótico, por otra porque el rito, si pierde su referente, como quizá haya sucedido, se convierte en puro teatro, al que, en el mejor de los casos, no le queda más valor que el estético ―que no es poco―, quedando convertido en piezas de museo, que es lo que yo he sentido cuando he sido espectador de algunas preciosas liturgias católicas u ortodoxas. FM nos propone su recuperación sin olvidar, eso sí, la necesaria conexión con otras facetas o dimensiones de la realidad, llamémosle lo divino o lo sagrado.

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Resumiendo, se trata de un (estupendo) libro, muy bien trabado, muy bien explicado, que nos trasmite una propuesta para la liberación del absurdo, de la orfandad en la que ha quedado el ser humano tras la muerte de Dios, después de lo cual parece que hayamos sido  abocados a este siniestro e injusto mundo del consumismo desenfrenado, de los placeres inmediatos y del olvido o la indiferencia ante el sufrimiento del ―relativamente―otro (para distinguirlo del absolutamente-otro); un mundo que ha perdido el sentido de la trascendencia. Aquello del “¡comamos y bebamos, que mañana moriremos!” que decía san Pablo (1Cor 15, 32) que era la única opción si no hubiera un más allá, o Isaías (Is 22,13) que se lo atribuía a los necios.

Propuesta ambiciosa porque su implicación es universal, afecta a la liberación no solo del individuo, sino de la especie y del universo en el que vive, buscando ―o habiendo encontrado― el sentido del ser, de la existencia, en el amor (dimensión social), en la meditación (dimensión individual), y en los rituales (función instrumental). Todo ello emanación de una realidad trascendente: lo sagrado, principio y fin, alfa y omega.

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Mi opinión, dicha sea con una gran humildad intelectual, porque cuando uno se coloca al lado de un gigante siempre tiene que ser humilde, no sea que se lo coma, y FM ha dado prueba, en cada una de las páginas, de su talla intelectual y su gran erudición. Yo ya la conocía, porque, repito con orgullo, FM es mi amigo, y si el gigante es amigo se está más tranquilo, aunque se sea también más osado.

Mi opinión, digo, es que comparto en líneas generales ―¡el matiz nos pierde a los listos!― su propuesta humana, su interés por eliminar, o mejor, mitigar el mal y el sufrimiento de los seres sintientes. Pero no puedo admitir su fundamento, no puedo compartir esa fe en lo sagrado. Él me diría, que lo estoy oyendo, que si no hay un fundamento, unos cimientos, todo lo demás, la acción, el amor, el sacrificio, la lucha, el trabajo, el esfuerzo, no tendrían razón de ser, que nada podrá sujetar al fuerte para que fuerce al débil o al malvado para que abuse de la bondad. Y yo le daría la razón, pero mantendría, y mantendré por ahora -no tengo ninguna idea definitiva, todas son revisables-, mi rechazo a admitir la existencia de un fundamento que esté fuera de este mundo, que no sea de mi misma naturaleza y mínimamente objetivo de tal manera que los seres humanos pudiéramos ponernos de acuerdo.

Trasladar el sentido de la vida fuera de la vida y la reparación de las víctimas y el castigo de los verdugos a otros mundos, a otras dimensiones, puede ser consolador, pero también alienante. El subtítulo del libro, “hacia una espiritualidad laica” no me parece que encaje con el contenido, pues lo que se propone, en realidad, no deja de ser una espiritualidad religiosa, por muy inclusiva que sea, pues eso sí, nada partidista, ni dogmática ni confesional. Vale para todos, bueno, menos para los fanáticos integristas.

Yo creo que la espiritualidad es una facultad del ser humano, una energía potencial que nace de su propia realidad, de dentro hacia fuera, y que no necesita un motor, un estímulo o un agente externos para su realización, ni santo, ni sagrado, ni divino. Quizá sí una excusa, una técnica, un trabajo, y para ello, sin duda, son útiles instrumentos la meditación o los rituales.

En fin, una lectura muy recomendable, que trata temas muy complejos pero de una forma muy pedagógica, con la que se puede aprender mucho.

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Si ya he hablado de las facetas especulativa y práctica de Feliciano, no puedo dejar de mencionar otra, que, aunque tenga menos presencia, no deja de ser menos importante. Es su lado estético, que nace de una gran sensibilidad que ya demostraba de jovencito ganando premios de poesía organizados por el ayuntamiento en las fiestas del pueblo. Para mostrarnos a este otro Feliciano el libro se cierra con una bonita poesía dedicada “al dios muerto”, al que yo diría que, transformado o transfigurado, él ha tratado de resucitar con este libro.

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No puedo evitar formular una pequeña queja. Quizá sea una manía, las tengo de todos los colores, formas y tamaños que, estoy seguro, me vienen por parte de madre, que tenía manías que todavía no se han inventado. Pues bien, no soporto la costumbre de algunas editoriales de desnaturalizar las notas a pie de página trasladándolas al final del libro. Sobre todo cuando las notas aportan alguna información relevante a lo que se dice en el cuerpo del escrito, y no son solo meras referencias bibliográficas. Supongo que tendrán sus razones, pero a mí me incomoda. Como diría Sei Shônagon, ¡muy desagradable!

Quitando este pequeño detalle, habré que decir que la edición es impecable. Por justicia.

Añadiré todavía otra observación, esta vez al autor, no al editor. Se trata de una cuestión marginal, más de forma que de fondo. Mantiene FM, con toda legitimidad y con sólidos argumentos, que la historia de la humanidad es una historia del progreso de la justicia y del Bien. Lento, sí, pero progreso al fin y al cabo.

Yo pienso, como él bien sabe, de otra manera. También tengo mis argumentos. Por eso no me ha gustado que para defender los suyos haya echado mano de un tópico, tan impropio de su capacidad dialéctica, como el de de que es “una verdad de sentido común” (pg. 37). Quizá se haya dejado llevar por la pasión y por la claridad con la que, en su cabeza, contempla esta idea y haya caído en el tópico sin darse cuenta. Ego te absolvo in nomine divinitati tua.

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Insisto, para terminar ―que ¡ya está bien!―, que, a pesar de esta fraternal crítica, y de la disparidad de opiniones en algunos temas, es un libro fantástico, muy bien escrito, muy bien organizado, en el que se formulan unas interesantes propuestas para hacer de este mundo un mundo mejor. Y a la gente que se dedica a esto hay que tenerla siempre en alta consideración y estima, y más si es un amigo.

Añadiré ―y esto sí será lo último, lo prometo―, porque  he sido testigo de su gestación, que el resultado final no ha sido fruto de la casualidad ni de una revelación divina, sino de su propia capacidad de trabajo, su tenacidad y su esfuerzo.

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Voy a colocar aquí, de regalo, un reciente artículo de L. Boff que le va a gustar.

https://leonardoboff.wordpress.com/2017/03/06/la-religion-como-fuente-de-utopias-regeneradoras-y-libertarias/

ateísmo sagrado (2)

2 comentarios sobre ““El ateísmo sagrado. Hacia una espiritualidad laica” – FELICIANO MAYORGA TARRIÑO

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